En el libro La Tabla Rasa su autor Steven Pinker repasa algunas de las creencias populares que la ciencia, en las últimas décadas, ha demostrado que no son ciertas. Una de ellas, conocida como la doctrina del buen salvaje, defiende que el ser humano es bueno por naturaleza y que la sociedad lo corrompe, que la civilización nos ha hecho peores.
Sin embargo, Pinker demuestra que, en el transcurso de la existencia del ser humano, la violencia ha ido disminuyendo. Puede que resulte difícil de creer, acostumbrados como estamos (desgraciadamente) a ver casi a diario en las noticias la cantidad de personas que mueren en conflictos. Aunque Pinker argumenta que, si trasladáramos en proporción el número de muertos por guerras en tiempos antiguos a la era actual, durante el siglo XX pasaríamos de haber tenido 90 millones de muertos a más de 1.000 millones. Pero lo que no sabe dar es una explicación de por qué es así.
Recuerdo que, pocos días después de ver esta información, leí un artículo sobre un experimento que hicieron con chimpancés. Fueron metiendo, en una habitación cerrada, poco a poco cada vez más chimpancés y, a partir de cierto momento, cuantos más metían menos violencia se producía entre ellos. Al principio lo asumí como una explicación plausible, pero tuve que reconocer que algo más tiene que haber detrás en el caso de los humanos y sus complejas relaciones sociales.
Fue un tiempo después que conseguí el libro de Robert Wright Nadie Pierde (Non-zero: The Logic of Human Destiny) y en él, además de mostrar una visión de la evolución de la humanidad dirigido hacia un fin como civilización, explicaba que, a medida que los grupos sociales crecían y se formaban sus estructuras intra e intergrupales, cada vez se hizo menos rentable el enfrentamiento y más apetecible se hacían los tratos y los intercambios. Es decir que cuantos más somos más complejas se hacen las estructuras sociales y más conexiones aparecen entre distintos grupos. No es exactamente lo mismo que en el caso de los chimpancés, pero tiene ciertas semejanzas.
Y no sólo estas estructuras e instituciones tuvieron un efecto pacificador y, por ende, de desarrollo, sino que esta estabilidad genera en los individuos la confianza suficiente como para trabajar duro, tal como cuenta Jared Diamond en su libro Sociedades comparadas. Si como individuo sé que existen unos tribunales que me van a asegurar el cumplimiento de un contrato, por ejemplo, entonces estaré dispuesto a desarrollar la actividad que ese contrato contempla.
De la entrada del blog en el que tomé la referencia de este último libro, hay un párrafo que define muy acertadamente este comportamiento:
“Al ser humano en general le gusta trabajar y sentirse útil si ve que su esfuerzo se ve recompensado, las plusvalías que generan son justamente distribuidas, le permiten trabajar hoy más para descansar en un futuro y todos son tratados por igual. En cuanto alguno de estos factores falla, nos volvemos vagos… y algunos incluso maleantes.”
Es fácil entender entonces la importancia que tiene unas estructuras sociales fuertes, que haya una justa distribución de las rentas, que el sector público sea sólido y eficaz como base para que se pueda desarrollar una economía de mercado realmente productiva. Sin estas premisas sería muy complicado el desarrollo de una actividad económica.