Miguel Carrero
El perogrullo de la curiosidad es que si la dejas fluir puedes descubrir cosas maravillosas. Como todo en la vida hay que ejercitarla, dejándose llevar por esa pasión que provoca vislumbrar algo como si fuera nuevo. Pero tantas veces lo dejamos pasar por estar enfocados en otro tema.
Hace pocas semanas un amigo, con el que comparto algunas inquietudes, me pasó el enlace de un programa de radio, El bosque habitado, y en concreto un programa, Lentear, en el que se hacía una entrevista a Joaquín Araujo.
Conocía a la persona casi de soslayo, de alguna mención de un conocido y, sinceramente, no me apetecía escuchar un programa de una hora. Pero lo asumía como un regalo de un amigo, y que menos que escucharlo por ello.
Y, obviamente, quedé encantado. Joaquín Araujo es un gran naturalista, escritor y, entre un gran currículum, por qué no decirlo, también ejerce de poeta. A veces habla y parece que sin darse cuenta se le escapan rimas. Pero el placer no sólo fue escucharle sino el tema que trató. Y habló del tiempo y del uso de éste. Del ansia del estilo de vida actual por acelerarlo todo. Y así llevamos décadas y décadas. Tengo alguna noción de donde viene el uso, pero está claro que se ha convertido en un valor cultural de primer orden.
Prácticamente todos hacemos por aprovecha el tiempo, por hacer cuantas cosas sean posibles en el día, por organizarnos. Y estas palabras lo primero que nos traen a la cabeza es el ambiente de trabajo, pero nuestra vida privada terminan manejadas del mismo modo. Así me confieso no ya que derrocho el tiempo, sino que me siento culpable por hacerlo. Y, en mi fuero interno, termino sintiéndome culpable por las dos cosas, por derrocharlo y por sentirme culpable por ello.
¿A qué responden estos vicios? Pues, como la mayoría de los actos humanos a las culturas imperantes. ¿Y dónde se generan esas culturas? Pues es fácil indagar un poco y encontrar su origen en la rentabilidad económica del uso de este.
En La Tercera Ola, Alvin Toffler explica que la sociedad copia sus modelos más relevantes en casi todas las áreas. Así, ponía como ejemplo que la aparición de las grandes orquestas musicales era un reflejo de la estructura de las fábricas.
Así también el uso del tiempo como recurso es una fuente de beneficios y como tal se le quiere sacar el máximo rendimiento. Y, como otras muchas acciones dirigidas a lo mismo, se impone en la escala de valores por encima de otras consideraciones como puede ser la vida de los humanos. ¿O tiene sentido de otro modo que en muchos trabajos se inste al cumplimiento de plazos, a la dedicación plena de nuestra atención, al aprovechamiento del tiempo?
Pero esta conducta de la empresa hasta cierto punto se puede entender, ahora lo perverso es que ese comportamiento se eleve a categoría moral no sólo en la valoración en el salario sino en los propios comentarios de los trabajadores (directores incluidos, que también son trabajadores) y la situación de estar apurado, de no tener tiempo para nada, de pasarse del horario establecido por terminar algo termina siendo un motivo para presumir. Pensémoslo tranquilamente, todos hemos presumido de estar en una situación así.
Obviamente hay circunstancias en las que una empresa puede pasar por situaciones extremas y necesite un extra por el interés de todos. Pero muchos conocemos que lo normal es que sea su funcionamiento a lo largo de los años, la rutina. ¿Y podemos imaginar qué puede pasar cuando la forma de existencia es continuamente a un ritmo tal?… y seguimos presumiendo.
Quedaría fuera de esta descripción esos contados casos que un ritmo de trabajo responde, casi siempre en la figura del dueño de la empresa, a la manifestación de una pasión, del protagonista de la realización de un proyecto, como el cocinero enamorado de lo que innova, como el escritor que atrapa la musa y se lanza a una actividad frenética sin límite de tiempo. Entonces creo que el uso desmedido del tiempo ya no es vicio sino una manifestación del espíritu creativo que tantos logros ha dado a nuestra civilización (aunque hay incontables ejemplos que esas personas no han podido desarrollar otras áreas de su vida). Pero no es lógico empujar a los otros al mismo ritmo desenfrenado si no se les contagia de la pasión y eso es muy difícil cuando el trabajo de una persona se usa como recurso.
Llegados aquí, tal como sucedió con la estructura de las orquestas, las personas copiamos el uso del tiempo en nuestras vidas privadas. Y nos vemos empujados a buscar tener ocupado el tiempo en multitud de tareas, a acelerar procesos para que nos dé tiempo hacer más cosas. Resulta casi trágico lo que narra Carl Honoré en su libro “Elogio de la lentitud”, sobre un movimiento internacional de músicos que denuncian que verdaderas obras de arte de la música clásica han llegado a nuestros días al doble de su velocidad de ejecución de cuando se crearon.
Y es con lo que terminamos contaminando a nuestras familias como, por ejemplo, apuntar a actividades extra escolares a nuestros hijos después del horario de clases. Insisto, que puede darse el caso de la pasión por aprender por ejemplo a tocar un instrumento o desarrollarse en un deporte, pero es un porcentaje pequeño frente al desenfreno de ocupaciones que los niños tienen después de clase.
Pero “lentear” ya no se refiere a que hagamos las cosas más lentas, sino que las hagamos pausadamente. No es lo mismo.
Una de las actividades que más me gustan es, el fin de semana, hacer arroz (obviamente el mejor del mundo) y comer con la familia. A ser poder en el patio, y beber vino blanco, y dejar que pasen las horas conversando, riendo. A ratitos que llegue un silencio en el que se pueda escuchar el ruido de una hoja al caer del árbol mecida por el viento. Aunque parezca raro hay un sonido en ello.
Nosotros mismos nos distinguimos de los animales por la consciencia, ese conjunto de diálogos internos, decisiones (que no son tales, pero lo pasamos por alto) y devaneos intelectuales que definimos como el yo que creemos que habita en nosotros dirigiéndolo todo. Y aunque se duda de la existencia de ese yo director (léase “La tabla rasa” de Stephen Pinker), sin embargo esos momentos sublimes en los que parece que sólo existe ese momento, en el que no hay pensamientos sino lo que acontece entonces, cuando la hoja toca el suelo, esos momentos son los más desprovistos de conciencia, del “yo”.
Esto no es una píldora budista, es real porque a todos nos ha pasado. El mindfulness, la meditación budista, es lo que persiguen, el silenciar el “yo”, el parar el diálogo interno porque es el que nos aturulla, el que nos pone a valorarlo todo en cada momento, el que nos hace sentir mal la mayoría de las veces. Justo esto, lo que decimos que nos distingue del resto de los animales, es lo que nos hace infelices. Acallarlo ¿no es una regresión a un estado anterior de evolución?
Personalmente creo que el problema está en que todavía no hemos aprendido, como especie, a manejarlo. Y ese manejo viene de la pausa, de cuando los pensamientos, sean tareas, valoraciones… se nos agolpen la pausa es una herramienta muy útil. Detenernos, sentir que realmente manejamos el tiempo, y en ese espacio de silencio no ordenar nada, no se trata de ordenar, de marcar prioridades, eso es para después.
Se trata simplemente de detenerse, hacer como mi perro cuando ventea que parece hacerlo sólo por placer… escuchar esa hoja al tocar el suelo, no por escucharla sino porque está ahí y ha caído. Todos sabemos el placer que produce. Y ese momento es el que nos da realmente las riendas, el que nos hace poderosos, el que nos permite sentir la propiedad de nuestras vidas, de nuestro tiempo.
Ciertamente, en esta sociedad en la que vivimos vamos a mil por hora. Como dices, nos faltan esos momentos de disfrute, aunque sin pensar en si estamos disfrutando ni de qué manera lo hacemos.
Puede que tengas razón en que evolutivamente no estamos preparados para ello (o quizá lo estuvimos en algún momento y nos pasamos de frenada).
Sea como fuere, deberíamos dejar de reservarnos tiempo para pensar y usarlo para no pensar.