Quince días de campamento

Este año he podido tener de nuevo quince días de campamento con el grupo scout. Colaboro en intendencia: hacemos las compras, traemos agua potable, tiramos la basura… No es un trabajo duro, y este año además las distancias que teníamos que recorrer eran menores. Pero ya en si estar en un campamento no es cómodo. Para las cosas cotidianas, que en casa se nos pasan prácticamente desapercibidas (coger agua para beber, ir al servicio…), hay que recorrer ciertas distancias andando. Lo peor es, por la noche, cuando tienes que mear (y casi siempre me tengo que levantar al menos una vez).

La zona era una campa, cerca de Guardo, en la Montaña Palentina. El entorno era espectacular: en un risco cercano anidaban unos buitres y en los montes, que prácticamente nos rodeaban, se podían ver a lo lejos otros animales salvajes. A uno de los lados, en una loma, había un pinar y allí puse la hamaca.

Hamaca

Disfrutamos de varias horas de tiempo libre en el día. Tanto rato en soledad me deja que divague, simplemente mirando la montaña o sintiendo el aire fresco rozarme. Y aunque venían a mi cabeza ideas nuevas y frases que se construían de la nada, no recuerdo haber dedicado tiempo a pensar en problemas, en proyectos o en cosas pasadas. Sólo mirando, sólo sintiendo.

Ese estado de anclaje en el momento me recuerda lo que leí hace poco, un artículo sobre un estudio que dice que la divagación mental favorece la infelicidad. Pero se refiere a cuando pensamos en cosas que están alejadas del momento presente. Cierto que pensar en lo que no está sucediendo, como dicen los autores, es un logro cognitivo de primer orden para el ser humano. El resto de animales, sin embargo, sólo piensan en el momento presente. Evolucionamos, pero ello tiene un coste emocional. De aquí, pienso, el éxito de los ejercicios de concentración de los budistas que educan en hacerse plenamente consciente del momento presente.

Decía el escritor David Foster Wallace que en la cultura de la información y del internet, todo es tan rápido que no alimentamos la parte de nosotros mismos a la que le gusta el silencio. Oigo a personas que dicen que lo odian. Pero creo que es porque lo han probado poco, porque hay que acogerlo no como un vacío sino como algo pleno. Hay mucho que oír en el silencio.

He tenido tiempo de leer prácticamente entero El Péndulo de Foucoult. Le tenía como pendiente hace ya meses. Y fue en uno de esos momentos, embaucado por una narración de una especie de akelarre, que me asusté por un sonido cercano de un árbol que en ese momento caía. La mente se me disparó pensando en opciones, si quizás fuera un oso o un leñador. Pero el silencio que siguió al estruendo me hizo pensar que simplemente era un árbol que había caído. Y me vino a la memoria la filosofía alrededor de tal hecho, que parte de la premisa de si nadie está cerca ¿hace ruido? Yo estaba cerca e hizo ruido.

Otro hecho fortuito que me tuvo entretenido fue una mañana, la que nos íbamos, que al abrir la tienda había un sapo en la puerta. Me daba cosa tocarlo, así que lo guie con golpes en el suelo por detrás hasta el borde de la ladera que bajaba al río y me despreocupé. Más tarde empecé a recoger la tienda y me sorprendí, al doblarla, que en uno de los pliegues volvió a aparecer el sapo… Este hecho, junto con el del árbol, pudo haber sido el inicio de mi creencia en un augurio cualquiera. Tanto tiempo en un ambiente distinto al habitual te hace pensar de otro modo. Pero si estás en un bosque y en una zona con sapos entra dentro de lo posible que ocurran estas cosas.

Campamento

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